De a poco llega el momento
de ir a visitar la gruta
de la virgen de las botellas rotas,
cuya imagen de niña congelada
por la pausa hiriente, causada
por un trozo de envase de cerveza,
no cesa de zamarrearnos la mente.
A su alrededor bebemos esas latas
y comemos huesos de pollo, pensamos
en ese tío desfigurado por el humo
o en la prima cayendo de un bus
en Iowa City; otro mortal como nosotros
preferiría guardarse y evitar pensar
en estas desgracias vinculantes, pero
aquí estamos con esa gruta de fondo,
tiramos las latas y los huesos,
parecemos insensibles, o somos
zombis conviviendo con la desgracia,
o somos el subproducto de esa desgracia.
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