Pobre del que quiera escribir en un laberinto
adoptando la lengua del laberinto. Se expone
a que las estatuas de cal se burlen
de él, lo humillen escupiendo
sobre su intención de seguir al pie de la letra
los pasadizos y las texturas, o creer
que está encontrándose con algo no conocido.
Mejor sería que lo tome como un paseo
de día claro, de sol rojo como un tomate
que se comerá al salir del laberinto,
ese que de tan intrincado se abre cálido y ameno
y ante la pedantería emite sonoras arcadas.
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