Comimos tres empanadas al borde de un jardín atrofiado
mientras la banda marcial
hacía lo suyo con los trajes desordenados
y los instrumentos en permanente desfase. El sol naranja
pegó muy duro, al punto que los músicos caían convulsos
emitiendo vómitos de colores ignorados
y de pronto esas arcadas esas flatulencias
fueron el mejor sonido que pudieron entregar
a los visitantes que al igual que nosotros
comían empanadas o bebían chicha
o leían décimas sobre los taconeos
buscando un escape desesperado
escrito sobre caminos convulsos.
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