Llegué a la posada con mi pie derecho vuelto
un lingote abollado, un peso
muerto que apenas se mueve
arrastrando ese dolor de las circunstancias
que son la suma durísima de caídas o tropiezos.
Mientras bebo el agua sobre la mesa marcada
por experiencias de otros
parecidos a mí o quizás no,
aguardo el momento en que ese pie vuelva
a pisar con fuerza sobre pasto, sobre tierra
o huevos fragantes. Espero
y mi mente repasa lo dramático
con el saldo pasable: todavía
no lloro torrencialmente.
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