Estamos en la más andrógina de las horas.
Aquella donde hasta los más circunspectos
o habituados a odiar a los jovencitos amanerados
podrían unirse al baile
y tocar cualquier acorde en medio del piso.
Me tomaría la mano una tigresa abyecta
y nadie me miraría feo.
Los besos robados de ayer
por arte de magia
serían las mordiditas consentidas de hoy,
todo en un ambiente post-laboral que poco
y nada tiene que ver con el cinismo
amoblado de las horas con tarjeta marcada.
El 20 del reloj es otro neón lúbrico, otra
alarma que juega con la visual de esas estrellas
coladas como siempre entre tanta niña mona con cadenas.
Andróginos nos elevamos sobre las baldosas de esta ciudad
que altera sus cortinas para vernos como soles y lunas
entrando y saliendo del delirio.
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