No hay peor ceguera que la ceguera voluntaria
del que juega sus cartas y va imaginando
un horizonte desabrido en el que triunfa seguro.
Esa posición apesta y obstruye toda chance
de repensar y redefinir las tormentas
y sus posteriores momentos de calma. Otra cosa
es cuando por descuido el rayo te cae
y no ves más que tus manos apegadas al árbol
que siempre vio más clara que tú toda fluencia,
todo estertor sólido. Cosa de ver quién tuvo
el valor de estimar las ramas y las hojas,
las caricias del piso y las gotas fieles
que siempre estuvieron allí para que las nombraran
y las reconocieran. Si no lo ves
es porque estás perdido para siempre.
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