Oyéndote hablar
me cuesta saber si estás hablando
del infierno o del Infierno.
Hay un tonito en ti que se presta para la duda más molestosa.
Porque cuando alguien habla del Infierno con todas sus letras empapadas en rocío envenenado
es que ha visto con sus propios ojos
el abismo de los tajos, la crudeza de lacerar para no dejar de seguir, el malhábito
de tragar resinas o cápsulas que no te aparten del deleite inventado, todo
hasta revolcarte en los suelos menos translúcidos
sin saber qué hacer, sin poder articular
una sílaba concreta, llorando de verdad
y hundiendo tus manos en tu cara de verdad
tatuado por las horas del peor delirio.
Mas cuando alguien como tú, mequetrefe engolado, habla del infierno,
sólo puedo ver una imagen vacua y
alharaca, un encadenamiento
falso a cagarse, el tinglado perfecto
para que las lagrimitas de cocodrilo campeen a sus anchas.
Se te nota que aquel cuenco do estuviste
es minúsculo. Eso sí, cuando pases
una verdadera temporada en el Infierno,
avísame.
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