Uno nunca sabe entre bares y escritorios
cuántos lápices se le han ido de las manos:
son tantos, incontables, testigos
de firmas históricas, de declaraciones
de amor rayanas en lo ridículo, de
renuncias indeclinables o con elástico.
Ni siquiera he intentado reunir como hizo
un estadístico
su colección completa
de uso permanente. Los lápices
en otros tiempos han sido cómplices
del ejercicio rústico de adelantar
y retroceder esas cintas que guardaban
las vibraciones de la bola de espejos
los lentos infalibles de cada fiesta
o, claro está, los punteos y alaridos heavy
que no mueren tan fácil. Los lápices
han sido los que ayudaban en las sendas escolares
a dar saltos entre la pizarra, el dictado
de la profe y las líneas y cuadrados
de los cuadernos impecables.
A veces con el dominio galopante
de los aparatos que conectan (eso dicen)
da la impresión que no hay esquelas
ni caligrafías modestas que valgan.
Quiero creer como análogo que soy
que la resistencia
radica
en seguir los pasos laboriosos
del que escribiente fiel prosigue reteniendo el pulso de la calle
y el latir interior. Por eso no suelto el lápiz, sea pasta, grafito, tinta
gel o portaminas, la grafía desde la imperfección pura.
Le debo la vida a los lápices
y quién sabe qué clase de tinta
escribirá mi nota de muerte
desde una mano fría,
desde la tribuna
de la indiferencia entintada.
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