La taza de café parece inédita por más
que haya bebido otra antes, la hoja
que me espera para llenarla de pachotadas
parece recién entregada, los libros
comprados y fechados en 1971, 1975, 1982
parecen nuevitos como si los hubiera
arrancado de una tienda en Providencia;
lo que parece gastado en esa escena
soy yo: las manos de lavandera,
las uñas comidas en algún ataque
de nervios, los brazos como palos gruesos
y sus pelos erizándose al nivel
de las cerdas de los cepillos dentales,
el brillo mustio y más que mustio de una mente
quemada por el contacto con soles mutantes
desde la portada de un diario o un televisor;
cada cosa suma juventud exquisita no importando
si la bese o la huela o la acaricie
salvo mi pasar perdido en una línea temporal
quebrada por un relámpago errático
de decisiones desenfocadas que a la larga
traen este lamento arrugado y tieso,
este morir antes del morir, la cruz viva
antes del signo encriptado que no perdona.
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