En el salón donde las victorias se celebraban
entre platos y copas resistentes
siempre nos atrajo la lámpara de lágrimas
porque en ese instante la risa
era abundante a niveles demenciales.
Hasta que un día algo conspiró
(un viento deletéreo, el crujido de una tabla,
ve tú a saber) y esa lámpara se hizo trizas:
su encanto resquebrajándose
después de montones de años.
Semanas más tarde seguiríamos yendo
al mismo salón
pero poco a poco las derrotas aplastaron
cada flor cromada que esperábamos conquistar
y las lágrimas cayeron por nuestros ojos.
¿Será que no debimos fijarnos demasiado en esa lámpara
que guardaba los tristes destellos?
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