Hace dos días que dejó este mundo alguien muy especial para mí y para su círculo familiar, quien fue mi jefa durante un año y medio aproximado. Doña María Teresa Carreño Opazo ya no está entre nosotros, luego de una lucha feroz contra un cancer de colon. He tenido la suerte de estar a su lado y llegar a trabajar en el condominio que administraba. En los días previos se tenía claro que el fin llegaría así. Era cosa de ver a su madre con el rosario y un librito de rezos en una mano. Era cosa de fijarse en la llegada de la ambulancia Help, con la gente presta a darle suero, ya que no se alimentaba (ese mismo sábado fui a la Catedral a pedirle a Dios por ella). El domingo su hija (gran depositaria del cariño que su mamá le ha dado, otro lujo de persona) ya manifestaba que el fin estaba cerca. En la mañana del lunes supimos de su deceso en plena noche. Durante la tarde fui a su velatorio en una iglesia céntrica, contemplé su rostro final, ya consumido, pero caminando hacia la paz que Dios nos promete junto con su Hijo.
Al día siguiente se realizó la misa que daría paso al funeral en el Parque del Recuerdo de Vespucio. Cuando viajaba hacia allá con algunos vecinos de ella, el sol hacía alarde de presencia cálida, pero cuando caminé por el camposanto hacia el momento definitivo, un viento se hacía notar como un cierto cómplice para el dolor amplificado. La cantidad de flores que le dejamos fue digna, y más tal vez. Su cuerpo ya fue bajado, y la próxima vez que alguien se acerque allí sólo habrá una plaquita en medio del pasto, la que hablará en apariencia de su existir, pero más hablarán los recuerdos que podemos guardar de ella, las palabras que ha dejado en la calidez de su curso viviente, que vivirá de otro modo desde ahora. Me importa muchísimo que su querida hija quede sola después de esto, en el presente se pueden ver a sus otros familiares, pero cada quien ha de partir a lo suyo, y yo sentí de igual modo el golpe, ya que no sé hasta cuando siga allí. Mejor será que lo decidan a conciencia. No pido nada más. Quedará lo que hicimos y mi deuda con la Sra. es del alma, ya no se puede pagar. Mi esfuerzo ha de ser símil, pues. Hasta siempre, Sra. María Teresa, en otro lugar podremos encontrarnos, y usted lo sabe mejor que yo. Dios la proteja de verdad.
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